La Disección de la Montaña
Nuria Ibáñez
En 1946, Charles Zbyszewski, reconocido investigador del departamento de Geología de la Universidad de Michigan, viajó durante el invierno a Suiza, único reducto pacífico en la Europa devastada por la II Guerra Mundial. A pesar de las publicaciones que señalan que el profesor estaba dirigiendo una investigación de vigilancia volcánica, lo cierto es que disfrutaba de unas plácidas vacaciones en los Alpes. Fue precisamente mientras practicaba el esquí cuando Zbyszewski realizó un extraordinario hallazgo que cambió el curso de la geología contemporánea: encontró una montaña nueva, que nunca antes había aparecido en ningún documento cartográfico realizado hasta la fecha. Tan sólo diez años atrás, el Dr. Joseph Lehmannn había publicado Colonization of nature (1935), la sistematización orográfica más rigurosa del mundo. En una de las fotografías aéreas de este atlas, ubicada en la página 124, se ve claramente una extensa llanura en el lugar en que ahora se erige Windgällen, nombre con el que se bautizó a la nueva montaña en alusión a sus puntas escarpadas.
Esta excentricidad de la naturaleza, que el propio Zbyszewski definió como “exótica y pintoresca” en un artículo publicado en la revista Science, originó todo tipo de debates en los círculos geológicos. Aunque muchos mitos continuaban siendo la única fuente para explicar ciertos fenómenos naturales, los paleoclimatólogos del momento desecharon cualquier tipo de teoría bíblica sobre la formación de esta montaña. Para algunos de ellos, una construcción rocosa de 3.187 metros tarda en formarse unos 3 millones de años, en contra de otras teorías que sugerían que ese intervalo de tiempo habría sido de decenas de millones de años. En cualquier caso, la hipótesis de que se hubiera formado en los diez años que separaban la edición del atlas y el descubrimiento del Dr. Zbyszewski quedaba unánimemente descartada.
Eduard Amstutz, profesor de Botánica en el Swiss Federal Institute of Technology, fue uno de los primeros investigadores en apuntar la posibilidad de que un sismo hubiera generado un corrimiento de tierras capaz de provocar esa elevación. Sin embargo, el último terremoto que se había registrado en la zona databa de 1848, año en que, curiosamente, Suiza se constituyó como estado federal.
Ante la imposibilidad de descifrar el enigma e hipnotizado por una suerte de “obsesión”, el profesor Amstutz se trasladó al cantón suizo de Uri y levantó su cabaña en las faldas de la montaña, en el maravilloso valle de Maderaner. La construyó de tal manera, que todas las ventanas de la casa ofrecían una vista panorámica de Windgällen. También desde allí se divisaba el lago Golzeren (donde aún hoy se puede nadar).
Lo primero que Amstutz hizo fue lo que hubiera hecho con cualquier piedra extraña que hubiera llegado a su laboratorio: pesarla. Contrató a unos 240 campesinos y 120 ganaderos de los pueblos aledaños, la mayoría desempleados, para que lo ayudaran a medir el diámetro de la montaña y la altura de sus cimas, grietas y sinuosidades. Después de largos años de cálculos, la medición llegó a su fin arrojando la escalofriante cifra de 25 mil millones de toneladas de peso, dependiendo de la estación del año, a saber, de si la montaña está mojada o seca. “Para ser una montaña que apareció de la nada, es más pesada de lo que yo pensaba”, escribió Amstutz en su diario.
En el otoño de 1957, el profesor, que se encontraba en la base la montaña, elevó la vista hacia la cima y se sintió tan pequeño que, según cuentan algunos testigos, comenzó a llorar. Definitivamente, la montaña estaba más cerca del cielo que él. Después de esta experiencia, realizó una maqueta de la montaña a escala (a la escala que su pequeño taller le permitía). Mirando la maqueta de la montaña desde arriba, como si fuera un pájaro, se sentía en una mayor ascensión espiritual. Había logrado estar por encima de la cumbre, de ese lugar donde antiguamente moraban los dioses y se realizaban sacrificios, de ese lugar estratégico donde los pueblos se defendían del enemigo, de ese lugar de meditación para el hombre contemporáneo.
Su siguiente paso fue diseccionar la maqueta de la montaña como lo haría un bisturí sobre el cuerpo humano. Decidió partirla en porciones que le permitieran un mayor rango de análisis. Después de años de aislamiento e intenso trabajo, Amstutz se dio cuenta de que los pedazos por separado transmitían una sensación muy distinta a la montaña robusta e inexpugnable que él veía cada mañana. En cada fracción la montaña se volvía vulnerable e indefensa “como un animal acobardado debajo de una mesa”, escribió en los márgenes de sus bocetos. Esta apreciación subjetiva, sumada a los aires reaccionarios que comenzaron a soplar en el ambiente científico suizo, produjeron un cambio radical en el profesor. Desesperado, aturdido, enloquecido, Amstutz se lanzó a escalar por primera vez la montaña pese a sufrir vértigo agudo desde la infancia. Apenas subió dos metros se desmayó y quedó inconsciente y perdido hasta que dos campesinos lo rescataron y le dieron cobijo. Fue entre las paredes de su humilde cabaña que el profesor pensó que tenía que recuperar la aventura y la curiosidad, sin duda las grandes fuerzas que mueven al hombre. Decidió entonces destruir la maqueta arrojándola al fuego de su chimenea frente a la mirada atónita de su mujer e hijo, que no encontraron argumentos suficientemente sólidos para detenerlo. Veinte años después, su hijo Jonas confesó ante un tribunal haber rescatado un único pedazo de la maqueta, que ha dado origen a innumerables estudios, artículos y antologías.
Ante la frustración de no poder ascender a Windgällen e interactuar directamente con la montaña (“si al menos pudiera tocar una de sus puntas”, exclama en una de sus notas) decidió dibujarla como si estuviera al alcance de su mano, como si las observara a través de un telescopio. Entre 1965 y 1968, periodo al que corresponde su trabajo más prolífico y controvertido, el profesor comenzó a reducir los elementos de la montaña a su expresión esencial. Las líneas exactas se comenzaron a desdibujar y el rigor científico, que había caracterizado su obra, comenzó a desintegrarse. Este fue uno de los argumentos en los que se apoyó el Swiss Federal Institute of Technology para expulsar al profesor. Según la última carta fechada el 13 de mayo de 1972, la relación del profesor con el instituto se rompe de manera abrupta e irrevocable. Apenas un año después, el profesor Amstutz muere trágicamente en un misterioso incendio. Sus cenizas fueron arrojadas desde la cima que tantas veces había esculpido y dibujado. En sus últimos dibujos, los únicos que se pudieron rescatar de las llamas, la cima de Windgällen, liviana y etérea, revela que para él la montaña no pesaba, sino que flotaba.
Hace apenas diez años se encontraron restos del archivo y del diario del doctor hundidos en el lago de Golzeren. Nadie sabe cómo llegaron hasta ahí “¿Cómo representar un lugar cuando el lugar es ubicuo, sin raíces y sin carácter definido?”, se pregunta en la página final de su diario. Esta pregunta sigue aún hoy sin respuesta.