PAISAJES RADICALES

Óscar Alonso Molina

Harás de mi cuerpo tu más preciado jardín.

‐Edmond Jabès-­

‐En efecto, he aquí un hecho que la ciencia ni siquiera ha sospechado.

‐La ciencia, muchacho, está hecha de errores, pero es bueno cometer esos errores, ya que ellos llevan poco a poco a la verdad.

‐¿Y a qué profundidad nos encontramos?

‐A una profundidad de treinta y cinco leguas.

‐Así pues –dije yo mirando el mapa-­, la parte montañosa de Escocia está justo encima de nosotros y es ahí donde los montes Grampianos elevan su cima cubierta de nieves a alturas prodigiosas.

-­Julio Verne-­­

Más que de un retrato del alma, como querría Baudelaire, en el caso de las piezas que María García-­‐Ibáñez ha realizado durante los últimos tres años en México, y que ahora hemos podido disfrutar en Madrid gracias a la galería de Begoña Malone, tendríamos que hablar de un auténtico paisaje del cuerpo. Ese cuerpo que, como la tierra, ha sido duramente castigado, penalizado a lo largo de los siglos en nuestra tradición, siendo expulsado a un aparte, a un reservado de la visión por vergonzoso y excesivo, tentador e inmanejable, inculto y bárbaro. “Lo que Occidente reprime en su visión de la naturaleza es lo telúrico, lo cetónico, que significa ‘de la tierra’, pero de las entrañas de la tierra, no de la superficie”, nos recuerda Camille Paglia desde las filas de su tan peculiar feminismo. De ahí la sutil potencia del proyecto de nuestra protagonista hoy, donde el análisis visceral y la radicalidad, como en Vesalio, como en la geología, operan separando y despegando estratos con tanta delicadeza como implacabilidad.

Cuerpo y paisaje son dos géneros que, desde su origen, se buscan y se desean, aunque para sorpresa del historiador prefirieron ligarse indisolublemente cada cual al retrato y a la Historia, por natural que ahora, a los ojos contemporáneos, semejante maridaje pueda parecernos. Pero, claro, es 2 que hasta hace no tanto las grandes historias estaban más llenas de gente que de cosas; de igual forma que las personas parecieron, después de los griegos, y durante siglos, más interesantes que los simples cuerpos... Aunque más sospecho yo que el deslizamiento progresivo del uno hacia e otro no sea sino el reflejo, o mejor aún, la forma emblemática en que se nos ha ofrecido históricamente la cosificación de ambos espacios otrora casi sagrados: nuestro cuerpo, y el mundo en el cual se desenvolvían sus cuitas.

La clave para ser prudentes con esta identificación la tendríamos, pues, en algo tan simple como que la carne no es exactamente el cuerpo, lo mismo que la tierra -“los tierra” de la pintura, por ejemplo-­, tampoco alcanza a ser por sí sola el paisaje, por cuanto es el valor simbólico de los últimos lo que define como tal a los primeros. Pero nos instalamos en el puro materialismo y devenir mercantil de los seres y los enseres que en Occidente alcanza su paroxismo, siéndonos ya prácticamente imposible pensarlos más allá. Sin embargo, el distanciamiento conceptual y ético alcanzado por María con su larga estancia mexicana, gracias a la recuperación de tradiciones ajenas, o de tiempos, objetivos y prioridades vitales, o de fórmulas de relación interpersonal ya olvidadas aquí, le permiten replantear como simple opción cultural una coincidencia, una equivalencia como ésta, conflictiva en su esencia.

Así pues, en el acercamiento a sus trabajos recientes deberíamos evitar desde el principio la identificación plena entre la carnalidad o la materialidad absoluta con la ausencia de representación posible. Pero, si el paisaje no es la tierra, ¿será la Naturaleza? Tampoco, evidentemente: si el paisaje no es la interioridad, el pliegue y la oscuridad material de lo telúrico, no cabe por el contrario pensar su localización en aquello que es manifiestamente apariencia, exterioridad pura hasta el punto que nos excluye. La Naturaleza, con mayúscula, es el territorio inmarcesible e inaccesible en última instancia para el hombre, pues se da por completo fuera de él. Una esfera que, reposando en sí, no se presiente, pues es ciega y muda, radicalmente “inocente”.

Las fabulaciones de María García-­Ibáñez sobre el territorio natural son eso: una injerencia del relato, de la historia, de la narración, del cuento en el continuum de la Naturaleza, la cual aparece para nosotros, de forma necesaria, como actividad fragmentada e intencional; pero se trata tan sólo de una fantasmagoría nacida a luz de nuestra incesante capacidad de proyección, pues la naturaleza no tiene “carácter”. Como consecuencia, la estética que se encarga de su observación asume la cuestión de la moralidad, tal es el caso de los proyectos que aquí nos ocupan.

De esta forma, la artista se sitúa en medio de la caudalosa corriente que, dentro de su generación, ha tomado la construcción cultural del cuerpo como punto de referencia último e inevitable para desentrañar (y qué implicaciones tan corporales arrastra este verbo) la dimensión 3 política de nuestro estar en el mundo, en el mundo material, y no sólo en el tejido de lo social. Junto a ello, aparece implícito un posicionamiento de género, un hablar consciente de que el sexo, como toda identidad, es a la vez un conflicto (Nietzche, Freud) y un poder.

Cómo si no interpretar el esfuerzo constante de la artista por desdibujar las fronteras -ellas mismas ya un concepto geopolítico-­ entre lo que está afuera y lo que se da dentro... La voluntad arqueológica de nuestra protagonista aspira más a revelar que a denunciar, y su pasión deconstructiva por los estratos, que aquí se demuestra de sobra, tiende a explorar las catas del territorio por su densidad acumulativa antes que superficial, expansiva. De hecho, esta tarea suya se concentra en excavar y sacar a la luz aspectos reprimidos que implican convenciones culturales sólidamente asentadas en Occidente, compactas, amalgamadas entre ellas hasta formar un sólido apenas diferenciado. Y para conseguirlo se vale de herramientas no menos asumidas, que pueden ser encuadradas en el repertorio retórico clásico, como la metáfora y el símil, la antítesis y la paradoja...

Las obras aquí reunidas, con su aspecto desafectado, se demuestran a la postre durísimas en su intención; con su aire artesanal, manufacturado e irrelevante (unos platos, unas tazas...), se instalan de pronto en un territorio de gran complejidad interpretativa; con su limpieza formal y aparente candor, son terribles a poco que se piensen con calma, mostrándose muy exigentes para la conciencia de quien se ponga delante de ellas, que deberá estar dispuesto a reconocer rincones oscuros fuera y dentro de su ser para corresponder al envite simbólico que le plantean. Insisto, en última instancia es en el plano político donde se encuentran la dimensión ecológica y la psicológica que compiten en los trabajos expuestos. Obviamente, no una política del slogan, de aparato propagandístico o la crítica social ramplona, tan en boga entre muchos de los miembros de la generación de María, sino del posicionamiento consciente y la acuidad a la hora de abordar un comentario sobre el sujeto y su entorno. Y obviamente, también, no una psicología de la proyección, o con la intención de marcar las huellas expresivas del carácter, las turbulencias, efusiones y coyunturas emocionales del creador sobre las materias que maneja.

Por cierto, que éstas y sus técnicas asociadas son asombrosamente variadas en el caso de María García-­Ibáñez. Desde los objetos cerámicos a la pintura mural, de la de caballete al collage, de la cartografía a la animación, de las cartulinas cortadas con láser al dibujo en su acepción más clásica... Es éste último, no obstante, la auténtica raíz, la osamenta, la columna vertebral de todo su trabajo. Por mucho que ella se haya empeñado en que todo ello -­raíces dentales, huesos de la mano, columnas de vértebras-­, cobren cuerpo tridimensional por medio del barro cocido, vidriado y estampado al oro. “El dibujo es una parte esencial en mi investigación plástica -ha reconocido ella en algún momento-­, la base que sostiene y complementa mi cuerpo de trabajo, ya que me permite abrir propuestas discursivas y señalar asuntos que me interesan y que de alguna manera, más o menos directa, participan en la obra, como el ordenamiento de las capas terrestres, la formación estratigráfica de montañas y volcanes, la distribución histórica de los asentamientos humanos, las clasificaciones cronológicas de la sedimentación, la histología, las secciones de los tejidos o de los órganos, la anatomía o el paisaje.” Es, como se puede comprobar aquí, un núcleo de intereses variadísimo lo que fuerza la riqueza del repertorio material y técnico recién comentado. ¿O será viceversa?

En cualquier caso, un saber y un análisis, un conocimiento por partes (antes que por capas, a pesar de lo aparente) que María no aspira a unificar, consciente de la conflictividad de reunir en un “cuadro” único y estático -que, por cierto, también los pinta-­ cualquier idea del mundo. Como resumía hace muy poco Didi-­Huberman, “lo que se gana en claridades, encuadres y mismidades, se pierde en polisemias, aperturas y diferencias”, de tal manera que establecer el gran cuadro intachable de las especies, los géneros y las clases, llevaría consigo una estrategia de lo continuo y de la más pequeña diferencia. El conflicto, pues, según él, subyacería ya en esa apariencia de sistematicidad sin restos. Y es que, al no tardar en hablar por sí solas las diferencias, ese cuadro se descompondrá a su vez, se dislocará por algunos sitios, y hasta estallará por la presión de nuevas “disposiciones epistemológicas” que signan los límites de la representación en la edad de la historia. Citando a Foucault, “la unidad de la matheis queda rota y el campo epistemológico se trocea, o mejor, estalla en direcciones diferentes.”

En las fracciones del espejo roto que García-­Ibáñez pone delante de cuerpo y la naturaleza se refleja, antes que nada, la ausencia de utopía en recuperar el hilván que los unió en algún momento de la historia a un concepto concreto y a una imagen reconocible. Frente a lo que en el día a día se ha convertido ya en una obviedad, que “el calor se está yendo de las cosas”, como ya advirtiera Benjamín en fecha temprana de la modernidad, nuestra artista ha decidido profundizar en las apariencias y excavar, seccionar los volúmenes de aspecto tan compacto y estable para adentrarse en el seno de un núcleo que quizá guarde todavía algún resto de temperatura susceptible de hacer soportable, habitable el mundo. Es una actitud radical para lo que se impone hoy día, cierto es, en cuanto toma decididamente el rumbo hacia el centro numérico de los asuntos, las cosas y nuestras torpes, variadas, alocadas relaciones con ellas. El viaje de una artista al centro de la tierra donde, como quería Verne, imaginamos poderla oír decir: “en la orilla opuesta estoy seguro de encontrar nuevas salidas.” Amén, María; y regresa para contárnoslo.

Ó. A. M. [Madrid, enero de 2011]